viernes, 21 de junio de 2013

La simbología romántica de Caspar David Friedrich

"El hombre taciturno del Norte"


Las experiencias definen el carácter y la cantidad de fallecimientos cercanos que Caspar David  Friedrich sufrió desde muy joven lo llevó a enfocar en sus obras una de atmósfera de melancolía y muerte.

Detalle del retrato de Caspar David Friedrich, realizado por
Gerhard  von Kügelgen, c. 1820
Kunsthalle de Hamburgo, Alemania

Nace en la ciudad de Greifswald, al norte de Alemania, cerca de la costa báltica, en 1774, rodeado de ocho hermanos, característico en familias de clase media en la época. Su padre era un fabricante de velas y jabones, lo que les generaba una vida holgada, pero antes que cumpliera los 18 años ya habían muerto la madre y dos de sus hermanas por tifus y viruela, pero la muerte que más le conmovió, porque lo involucraba, fue la de su hermano Johann, que fallece ahogado al rescatarlo a él de un lago congelado, creándole una personalidad nostálgica y triste, casi suicida.

"La niebla", 1807
Galería Belvedere, Viena, Austria 

Esa energía la transfiere él al lienzo, cargado de colores ocres, entre crepúsculos y atardeceres, en donde sus personajes son secundarios ante la inmensidad del paisaje y quienes, en muchos casos, sólo cumplen la función de transportarnos a nosotros a un mundo de añoranza y recuerdos, por eso casi nunca los pone de frente sino de espaldas.

En el centro del cuadro la Luna, pero nuestro foco de interés
son los hombres que observan y de allí nuestra mirada se deja
seducir por lo que ellos ven.
"Dos hombres contemplando la Luna", 1820
Galería de Nuevos Maestros, Dresden, Alemania

Esa modalidad está diseñada para que el que observa la obra enfoque su atención de inmediato en las figuras humanas, como es lo natural, dejándose llevar por lo que ellos observan, pasando en ese instante, los personajes, a un ámbito secundario y nosotros, los espectadores, al primario.

Incluso, si las personas están pintadas en el centro, nuestra vista va directo a lo que ellos ven y allí nos quedamos, observando, dejándonos llevar, inmersos en esa mágica melancolía de Caspar David  Friedrich.

En la obra "La salida de la Luna", notamos que los personajes están
esperando la llegada de los barcos al igual que la Luna da la bienvenida.
La Galería Nacional, Berlín, Alemania

A los modelos en los cuadros tampoco se les ven los rostros, ya que si vemos una cara definida, la acción de la obra es referente a ellos, pero al no identificarlos con nadie, representa a todos, incluso a nosotros.

El romanticismo alemán, en el que Caspar David  Friedrich fue uno de sus principales exponentes, en contraposición al racionalismo neoclásico, se deja llevar por el sentimiento que nos evoca el pasado, principalmente el Medioevo, en la que su arquitectura gótica característica intenta emerger, sin éxito, de entre la naturaleza que la engulle, en un intento de sobrevivir el paso del tiempo; el ciclo de la vida, en donde todo nace, crece, se desarrolla, envejece y muere.

"La abadía en el Robledal", 1809.
Obra adquirida por el rey de Prusia Federico Guillermo III
La Galería Nacional, Berlín, Alemania

Ese planteamiento lo representa magistralmente nuestro artista, incluso en la naturaleza, en donde se ven reflejados los árboles luchando por subsistir ante lo inevitable y la Luna en el crepúsculo nos afirma que el fin está muy cerca.

La modelo es su esposa Caroline y él. Al igual que el cuadro
más arriba, éste representa el fin de un ciclo y el nacimiento de otro.
"Un hombre y una mujer contemplando la Luna", c. 1835
La Galería Nacional, Berlín, Alemania

Friedrich se casa en 1818 con Caroline Bommer y aunque su vida se estabiliza y toma rumbo, su melancolía lo persigue. Ella va a ser la modelo de muchas de sus obras, a pesar que nunca veremos el rostro total de ella, siempre su espalda, como es el caso en la obra “El velero”, en el que se observan una pareja observando el perfil de una ciudad.

"El velero", 1818
Obra comprada por el príncipe y futuro zar de Rusia, Alejandro I.
Museo del Hermitage, san Petersburgo, Rusia

Notamos que ambos están observando el mismo punto, lo que nos simboliza que están en sintonía, con los mismos intereses; son pareja, ella está ansiosa y él le toma de la mano para tranquilizarla; la proa del bote apunta a la ciudad por lo que interpretamos que están llegando. Pero si la vemos fijamente nos podemos preguntar ¿por qué la ansiedad de ella? Y la respuesta la deducimos al notar que todas las imágenes de las edificaciones de la costa están interrumpidas excepto la de una iglesia… se van a casar.

En el cuadro “Las edades de la vida”, si lo observamos de manera casual, abrumados por la cantidad de cuadros en el museo, no vemos nada que nos pueda interesar y de seguro continuamos nuestro apresurado recorrido, pero si nos detenemos e intentamos interpretarlo, descubrimos algo muy interesante, y esto sucede con la gran mayoría de las obras, sólo que no les damos el tiempo necesario para digerirla. 

"Las edades de la vida", c. 1834
Museum der bildenden Künste, Leipzig, Alemania

En el lienzo tenemos dos puntos de acción: los barcos y la familia en la costa, que ignora la presencia de los botes en la mar, pero con los cuales están muy relacionados. Aunque tenemos un navío grande en el centro, nuestra mirada va es directo al hombre de espalda, por encontrarse él en una composición áurea o perfecta. Él es la clave del resto de la obra, porque está directamente vinculado a uno de los barcos, al más lejano, al que cruza el horizonte, y es, en éste momento, que descubrimos que cada nave representa a uno de los personajes: el más alejado, al que ahora deducimos como el anciano; el que le sigue es el señor de frente, el central es la mujer y los más pequeños son los niños.

El final de su vida, 1840, fue para él tan melancólico como sus pinturas, “el hombre taciturno del norte”, como se le llegó a conocer, fue alejándose del mundo, al que nunca sintió propio, aislándose en su continua depresión y cada vez más olvidado por las nuevas generaciones, que entusiasmados por la actual modernidad, olvidaron la ya vieja modernidad. Hubo de pasar 60 años a la muerte del pintor, para que otro artista, Edvard Munch, redescubriera su magia y la interpretara bajo los nuevos cánones del expresionismo al que estaba inmerso, impulsando la obra de Caspar David Friedrich al siglo XX.
  
"Los solitarios", grabado realizado en 1899.
Museo Munch, Olso, Noruega


Escrito por Jorge Lucas Alvarez Girardi

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